BabiaMiguel Paz Cabanas

A finales de agosto, cuando el sol abrasa los páramos del sur, sopla en Babia un viento otoñal, como si las montañas, aparentemente dormidas, reclamaran un antiguo tributo, la primera nevada que, como una capa de armiño, les devolverá de forma inminente su sosegada majestad. A finales de agosto resuena en el valle un eco de tormentas azules y en el aire, fresco y estremecido, confluyen fragancias a punto de morir: lavanda y romero; menta y hortelana; estrofas de musgo entre versos de piedra. La piedra, en Babia, como una viuda sin prole, es la única que no teme al invierno y que nunca le negará su merced: por eso se alzan en sus pueblos ermitas someras y pórticos que lucen en sus dinteles pétreos blasones. Babia tal vez no exista, como no existen los unicornios, ni las islas salvajes de Moby Dick. Y no sólo porque se haya convertido en una metáfora, o en una ficción del lenguaje, sino porque en ella, de repente, el tiempo adquiere una insólita magnitud. Es un tiempo mineral, de ritmos copiosos, de una sugestión casi geológica: todo se desliza sin avidez, en una cronología de estaciones que parecen inmutables. En Babia, el Cid capturó a Babieca y un rey huidizo practicó la cetrería. Turba imaginar lo que contemplaron sus halcones mientras surcaban raudos el cielo: muros y espadañas, osos y colmenas, zagales y rebaños entre nubes de urz. Siglos después, ebrios de luz y nostalgia, los pastores se congregaron junto a la lumbre, removiendo silenciosos las brasas del filandón. Nos conmueve evocar los romances que fundaron y las vísperas trashumantes que padecieron en soledad. Pasear por Babia -al son de madreñas y esquilos- es descubrir a sus gentes y disfrutar con la ironía de su humor aplomado. Son, sin saberlo, personajes míticos, como esos otros de Cervantes o Faulkner: testigos de historias imposibles, trufadas de delirios o de proezas antiguas. Dónde, sino, oirás hablar del Chingao, que vendía zapatillas para un solo pie; o de ese babiano que fue andando de Lago a León en dos jornadas, para menguar de talla y salvarse de la mili. Conocerás crónicas más tristes, relatos de minas y muerte, pero todas ellas las evocará el babiano - en las tardes blancas de invierno - con mesura y ensoñación. Sí, puede que Babia no exista, o sea un lienzo de piedra tallado por un Dios caprichoso. Como lo es su única escuela, alzada a la entrada de Huergas y que contiene en su interior, para asombro de muchos, un auténtico museo: murales pintados en sus paredes por generaciones de alumnos con la ayuda de Manuel Sierra, babiano, pintor irrepetible de alma generosa. Tal vez percibas en esos murales un vestigio de melancolía por los hijos perdidos, los pueblos inundados que no verán la luz. Los mismos que, al entrar en Babia, exploras atónito, bajo las aguas insomnes de un pantano gigante. ¿Puede haber mayor metáfora que la de ese valle fantasma, que refleja en sus aguas siluetas de piedra? ¿Lugar más sobrecogedor para el viajero que su belleza sucinta y lunar? Sabemos que Babia es un lugar mágico y que muchos ignoran que se halla en León. Puede que sea mejor así. Las autoridades hablan ahora de cruzarla con una autovía, se supone que en nombre del progreso. ¿La conocen realmente? Conservo, queridos lectores, serias dudas.

Miguel Paz Cabanas.

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